CAPITULO 16


La Venezuela de enero 1995. Parte IV

Teníamos pendiente un viaje al Puerto la Cruz, donde tenían un apartamento, y cada vez nos quedaban menos días de estancia 
en el país.

Por su cercanía con Barcelona (capital del estado), Lechería y Guanta, conforma la Gran Barcelona, la cual es una de las áreas metropolitanas más grandes e importantes del oriente de Venezuela. Es eminentemente una ciudad turística, dotada ya en aquella época de numerosos hoteles, restaurantes y un sin fin de atractivos para el turismo, tanto local como foráneo.

El desplazamiento desde Valle la Pascua hasta Puerto la Cruz fue un trayecto tranquilo de 227 Km., por carreteras más transitadas y creo recordar que en mejor estado. Los peajes seguían presentes en cualquier carretera por la que circularas.
Habíamos metido nuestra maleta en el todoterreno, ya que la intención era pasar uno o dos días ahí, disfrutando de las maravillosas y trasparentes aguas del mar Caribe, para luego desplazarnos hacia el occidente para regresar a Caracas que estaba situada a unos 325 Km., sin tener que regresar por Valle la Pascua. De esta forma pasaríamos el último día haciendo compras en la capital antes de tomar el vuelo de regreso para Canarias.

Puerto la Cruz no tenía nada que ver con las ciudades del centro del país, no solo por estar bañada por el mar Caribe. Recuerdo unas inmensas avenidas y bulevares pegados a la línea de costa, repletos de restaurantes, tiendas y apartamentos, sobre todo muchos apartamentos.
Llegamos al apartamento de Rosmari y Pino, ya desde fuera me llamó la atención que las ventanas del exterior tuvieran rejas, y hablo de las ventanas de los apartamentos situados en los pisos altos, quintos y sextos pisos. También las puertas de acceso a la vivienda tenían: primero una reja, segundo una puerta metálica y tercero una de madera blindada. Allí el peligro no solo eran los robos sino la ocupación de los apartamentos por personas sin hogar. La mayoría de estos apartamentos solo se utilizaban en vacaciones por sus dueños, provenientes en gran parte de los estados centrales del país o de la propia Caracas.

Había numerosos canales interiores donde se situaban las grandes mansiones, con sus yates amarrados en sus embarcaderos privados y un par de vehículos de lujo en el otro lado de las mansiones, en la puerta principal, la que daba a las avenidas. Nos chocó bastante ver junto, o entre dos mansiones en el terreno baldío, unas pequeñas chozas de cartón u hojalata, habitadas por familias dedicadas a la mendicidad. Las diferencias sociales en este lugar eran palpables a simple vista.

Al día siguiente nos desplazamos a una de las playas cercanas, donde podías llegar con tu todoterreno prácticamente hasta la misma orilla. Allí alquilamos por unos cuantos bolívares una lancha rápida que nos trasladó a una de las innumerables islas semi-desiertas, donde solo estaba el chiringuito en la misma playa, y una choza donde vivían los dueños. Las iguanas se acercaban hasta tu mesa para que las alimentaras con parte de tu comida, había por cientos, unas mejor educadas que otras.

La arena blanca, el agua completamente trasparente, la temperatura, todo se combinaba para ser un paraíso en la tierra. Las langostas y los pescados a la plancha recién sacados del mar, la cerveza helada, a Veva y a mí no nos hubiera importado pasar allí unas largas vacaciones.

Otra cosa que nos llamó la atención era como se gestionaba el bochinche. Era una familia compuesta de: el padre, tumbado en un chinchorro (así decían allí a las hamacas), la madre encargada de la parrilla, de mantener las brasas y asar los pescados, y cuatro hijas de diferentes edades, desde los doce a los veinte más o menos, que eran las encargadas de servir las mesas. Él, el pater familia, no se levantaba del chinchorro ni para cobrar, solo mandaba, fumaba y pedía cerveza.

Fue un día en el que disfrutamos de la naturaleza, del mar y por primera vez nos sentimos seguros en aquella isla.
Casi anocheciendo regresamos en la lancha y disfrutamos de una preciosa puesta de Sol. Es verdad lo que dicen de las puestas de Sol en el Caribe, tienen una magía especial. Esa noche salimos a cenar y a tomar una copa, aunque nos retiramos pronto porque al día siguiente nos poníamos en camino hacia Caracas.

En Caracas nos volvimos a quedar en el mismo hotel de la primera noche, ya que conocían a Pino y le trataban muy bien.
Por la tarde salimos de compras por los alrededores del hotel, siempre con precaución y con el 38 en el cinturón de Pino. Yo recuerdo que me distribuí bolívares por todos los bolsillos y hasta en los calcetines, así podía quedarme con algo en el peor de los casos después de haber entregado lo que llevaba en los bolsillos en caso de un atraco, que gracias al destino, no ocurrió.
Principalmente compramos ron añejo, puros cubanos, y Veva algunos detalles para su madre. También compramos unos regalos para nuestra hija. De vuelta al hotel cenamos en el propio restaurante y después estuvimos charlando los cuatro hasta bastante tarde. El avión salía al día siguiente por la tarde.

La mañana de la partida la pasamos, entre el desayuno comida, pues nos levantamos bastante tarde, los abrazos entre Rosmari y Veva, las lágrimas que asomaban a sus ojos, las promesas que en algunos casos se cumplieron y en otros no, y no fue por falta de interés, sino por las circunstancias que fueron cambiando con el paso de los años.

Llegamos al aeropuerto de Maiquetía y Pino nos hizo forrar la maleta con plástico en una de las máquinas dispuestas para ello. A nosotros no se nos hubiera ocurrido nunca, hasta que nos explicó los peligros de que te metieran algo que no era tuyo en el último momento. Facturamos y nos dispusimos a entrar a la sala de embarque. La despedida fue triste ya que sabíamos que pasarían varios años hasta volvernos a ver. Las lágrimas de las chicas permanecieron ahí hasta que la puerta se cerró detrás de nosotros. La abracé y la consolé lo mejor que supe en esos momentos, aunque no hay consuelo cuando te separas de tu hermana pensando donde la dejas, y sobre todo, si volverás a verla.

Nos sentaron en una sala de espera grande, las patrullas de soldados circulaban alrededor de los viajeros mirándolos de arriba abajo, y en algunos casos, pidiéndoles documentación o pidiéndoles que les acompañaran. Por los altavoces nombraban a personas para que pasaran por un cuarto contiguo a revisar su equipaje. A nosotros no nos pidieron nada, creo yo que nos vieron cara de europeos. Nunca hemos tenido cara de traficantes ni Veva ni yo.
Así estuvimos por lo menos una hora u hora y media, hasta que nos indicaron que podíamos acceder al avión. Cuando subimos al Boeing 747 de Iberia, ya nos sentimos como en territorio español, nos miramos a los ojos y nos dimos un largo beso…

En el próximo capítulo nos espera otro viaje, esta vez por tierras del norte de la península…

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